La leyenda de la Puerta del Socorro



La mañana se mostraba diáfana y esplendida. Las huestes cristianas se disponían a estrechar el cerco de la ciudad de Lebla, El grueso del campamento se había establecido frente al Arrabal de los árabes; y las mesnadas de los caballeros leoneses, en previsión de una retirada forzosa, tenia cortado los caminos que conducían al puente romano. Las maquinas de guerra se hallaban lista para atacar el lienzo de Occidente que era el punto mas débil de los muros de la ciudad. El arzobispo de Rodrigo montado en su yegua torda llamada Jirafa por su altura, seguido de los ricos hombres y caballeros de Castilla, arengaba a las tropas.

A los soldados árabes, en apretadas filas, y parapetados detrás de las almenas de los muros, se les veía acudir a los sitios de mayor peligro, engendrando con sus movimientos un confuso y extraordinario rumor.

Mas de pronto, cesaron aquellos gigantesco ruidos y todas las miradas de las tropas cristianas se fijaron en las torres de la puerta norte de Lebla, donde Aben-Malof, con reluciente vestiduras, acompañado de los Ulemas, para mas excitar la rabia de los sitiadores, les mostraba desde lo alto a la bella princesa cristiana Ermisenda, que procedente del tributo ominoso de las cien doncellas, le había regalado el Rey de Granada, y a los jóvenes cautivos Pelayo, sobrino del Obispo de León, Sancho, hijo de Santiago, y Alfonso primogénito de los condes de Ribagoza, apuesto y gallardo mancebo de la nobleza de Castilla y León. Sobre cada uno de ellos un sicario o verdugo tenia un alfanje levantado, para dar a entender que la muerte les estaba próxima y aparejada, y que era en vano luchar por su rescate.

En la lóbrega cárcel reinaba de ordinario una noche perpetua. Mas, entonces, en vísperas del suplicio, una luz moribunda esparcía tenebrosa sus tristes destellos. La princesa Ermisenda, con los cabellos sueltos, en bello desorden, estaba recostada sobre los fríos y húmedos paredones del calabozo. Pelayo, Sancho y Alfonso, postrado de rodilla, dirigían sus plegarias al cielo por el triunfo de las armas cristianas, único medio de rescatar con su vida la libertad perdida.

Pelayo, al venir el día, haciendo esfuerzos inauditos, a pesar de los grillos y cadenas con que estaba aprisionado, había logrado pintar piadosamente, sobre los tostados muros de la prisión, aprovechando los débiles resplandores de la linterna, una tosca imagen de la Virgen Maria con el Niño en sus brazos, ante la cual él y sus compañeros derramaron lagrimas de dolor, y le pidieron su ayuda y socorro.

Mas, de pronto suena un confuso rumor, como de estruendo de armas y toque de cornetas, y ven con horror descender por el tragaluz, uno a uno, varios sicarios o verdugos, que traían antorchas encendidas y largas cuerdas en sus manos: y, en ultimo termino, aparece el régulo de Lebla, Abén-Malot, que seguido de algunos fakires, venían a presenciar la muerte de los prisioneros.

La princesa Ermisenda, postrada, hinojos, en actitud de éxtasis, suplicaba ante la imagen de Maria, Abén-Malot, poseído de un instinto brutal, la cogió por sus rubios y rizados cabellos y quiso abusar de ella antes de darle la muerte; pero la joven cristiana, en un arranque de varonil entereza, mordiese la lengua y la escupió sobre el rostro del califa, bañándolo con su sangre. Mas, entonces, el soberbio y despechado reyezuelo ordeno a los sicarios que las desnudasen a viva fuerza, con objeto de recrear sus miradas lasciva en el cuerpo níveo y casto de la fiel doncella; pero apenas había sido despojada de sus vestidos, una luz poderosa, que partía de la pequeña imagen de la Virgen, ofusco la vista de los presentes, hasta dejarlos casi ciegos. Momentos después, Ermisenda, victima de los sufrimientos y del terror, se había dormido en el Señor, quedando cubierto su cuerpo con un sudario de milagrosa nieve.

Abén-Malot, ante aquel espectáculo sobrenatural, huyó atemorizado de las prisiones; pero dejo ordenado que los jóvenes cautivos fuesen colgados de la argolla del calabozo y estrangulados; lo cual se cumplió exactamente.

Las tropas cristianas se ven obligadas a levantar el asedio de Lebla, marchando precipitadamente a Toledo.

Al llegar a la ciudad imperial se dispuso que la entrada fuese solemne. En primera fila iban las músicas de trompeta, tambores y añafiles, interpretando bélicas tocatas. En segundo lugar marcha la gran cruz arzobispal, que llevaba sobre una jaca blanca canónigo de basílicas toledana; siguiéndole en ordenado tropel, el Arzobispo don Rodrigo, los caballeros prelados y ricos hombres de Castilla y León, con sus respectivas mesnadas.

Mas cual no fue la sorpresa del prelado guerrero y de la nobleza castellana y leonesa, cuando al penetrar por la puertas doradas de la catedral primada, vieron con sorpresa y asombro, que les esperaban la bella princesa Ermisenda y los nobles cautivos del régulo de Lebla, Pelayo, Sancho y Alfonso, quienes le manifestaron que por la ayuda y socorro de la Virgen Maria habían vuelto a la vida y transportados milagrosamente a Toledo, mostrándoles al propio tiempo, las señales del martirio.

Lleno de júbilo por la protección de la celestial Señora, entre los vítores del ejército y del pueblo, fueron todos a dar gracias entes el altar mayor de Santa Maria de Toledo.

Puesto nuevamente cerco a la ciudad de Lebla por Alfonso el Sabio, hijo de San Fernando y conquistada por las armas cristianas, bajo los auspicios de la Madre de Dios, Nuestra Sra. de la Granada, que al frente de los ejércitos venia, hicieron su entrada triunfal por la puerta del Norte en el recinto amurallado, toda guarecida, almenada, a la que se puso el nombre de Socorro, en recuerdo de la liberación milagrosa de los cautivos cristianos por la intercesión de Maria, colocando sobre sus torres el estandarte de Castilla, que traía también pintada la imagen de la Virgen, guardándose después en la mezquita oriental.

Todavía la tradición leblense recuerda este prodigio en un lienzo colocado en la misma entrada morisca del Socorro, en el que aparece la Virgen sentada con Jesús en sus brazos y ante ella, los cautivos cristianos implora su piedad.

D. Cristóbal Jurado



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