Las Cigüeñas de mi Torre


Es tradición popular en la historia de Niebla que desde que las huestes cristianas, guiada por Alfonso el Sabio, tremolaron las banderas del Castillo sobre los torreones del Alcázar y dedicaron sus doradas mezquitas al culto de la cruz, una pareja de blancas cigüeñas, símbolo de la fidelidad, establecieron el nido de sus castos amores en una torre de espadaña, que enhiesta sobre las rocas junto a la iglesia de San Martín y mirando como rígida flecha a los cielos, parecía indicar a sus nuevos moradores la sublime senda de la inmortalidad.

En un día fijo, como las aves de los países boreales, en los comienzo de la bella y esplendida primavera de todos sus años, hacían siempre su entrada triunfal, entre los parabienes y alegría de lo vecinos como feliz augurio, y cuando la Virgen sin mantilla era llevada procesionalmente por la gentes del pueblo, en el día de su purificación como figura también y perenne recuerdo de su fidelidad ante el cumplimiento de la ley.

Siempre parecía tomar parte en las alegrías y tristezas de la ciudad: en los días de fiesta acompañando con el castañeteo de sus largos picos, majestuoso sonar de las campanas del templo y otras veces se le veían recogidas y taciturnas, especialmente cuando los bronces anunciaban las ceremonias fúnebres. Se recreaban al parecer, en los sublimes arcos de los órganos, reyes de los instrumentos de la iglesia, que yacía tendida a sus pies; y cuando se oía acompasadamente la campana del Ángelus o la de la oración de la tarde, remontaba entonces su pausado vuelo, haciendo espirales hasta las nubes, como queriendo guiar a los mortales hacia las regiones misteriosas de la eternidad.

Ellas veían desfilar desde aquella soberbia atalaya las grandezas históricas de la ciudad: sus torres de Oro, desde las cuales se divisaban y protegían las naves desde lejanos países por el oro de Tharsis, a semejanza de las flota de Hirán, para trasladarlo a la ciudad de los Césares: la puertas bronceadas del Buey, por donde entró vencedor el mas sabio de los Reyes de Castilla; el Río Tinto con sus peces multicolores, con sus aguas auríferas, donde ellas ejercían el oficio de blancos pescadores y en el cual dibujaban sus siluetas, en los días tranquilos y serenos; la torre del Homenaje, con su campana augusta, que como la de la Vela en la torre de la Alambra de Granada, hacia honores a los poderosos señores de su Alcázares; avisaban el cumplimiento de las ordenanzas y marcaba con sus sones alegres con la marcha triunfal de sus princesas, que en alas de su hermosura, cual misteriosas hadas, embellecían aquellas mansiones orientales, cuando se asomaban con todos los colores del iris a las ventanas del sol naciente. Ellas vieron por ultimo, levantarse los templos del Señor e inmortales los blancos corderos eucarísticos en lugar de los sacrificios idolátricos.

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