En la parte Occidental de la Ciudad de Niebla, en el promontorio pétreo que sirve de base a la misma existía unos asientos largos ennegrecido por el tiempo y labrados toscamente sobre la misma.
En ellos pasaba sus mejores horas de solaz y entretenimiento, acompañada de sus doncellas de honor, la bella Princesa Rosel, sobre todo en los días esplendidos de primavera y verano, a la caída de la tarde, cuando la caballería del ejército muslime volvía de sus correrías militares. Cerca de los grandes y rudos asiento había un pequeño huerto en la explanada para su recreo y esparcimiento, donde una fuente de aguas cristalinas, que allí brotaba espontáneamente, llenaba un gran pilar de jaspes transparente donde había numerosos peces plateados y de vivos colores que jugueteaban bulliciosos.
Y donde los monarcas de la Lebla morisca acumularon plantas raras y exóticas del Oriente, para su mayor embellecimiento y algunos animales curiosos que servían de recreo a la joven princesa Rosel. La fresca brisa del cercano mar, las aromáticas selva y verde márgenes del Tinto hacían agradables aquella estancia maravillosas e invitaban al placer.
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